Correr para vivir: Correr 100 kilómetros

En mi última entrega les narraba mi experiencia durante la carrera de 100 kilómetros que corrí en 1996 en Guápiles, Zona Atlántica.

Había recordado cómo salí en el último lugar de los 13 participantes, con la unidad de la Cruz Roja atrás con su aullido insoportable… Era su deber acompañar al último lugar.

Los primeros 20 kilómetros los corrimos a oscuras, con tan solo los faroles del vehículo que acompañaba a cada uno de estos trece quijotes. Mi esposa Nela y mi hijo Alejandro siempre estuvieron al pie del cañón.

En toda carrera de super-fondo hay que planificar muy bien la estrategia a seguir. Yo siempre estuve convencido de que iba a rodar los cien kilómetros a 6 minutos el kilómetro, aproximadamente, y siempre mantuve el mismo ritmo.

Tal y como me lo advirtió Elberth González, ganador indiscutible de la prueba, a su ritmo arrancaron la prueba cinco o seis corredores que se fueron quedando a lo largo de los primeros kilómetros. Antes del amanecer ya había “pescado” al primero, y unos 15 kilómetros después al segundo. Me encontraba en el puesto once al llegar a los 35 kilómetros y me sentía bien.

Cuando llegamos a la mitad de esta carrera de larguísimo aliento, ya me encontraba, a la altura de Siquirres, en el octavo lugar. Había rebasado a cinco competidores, y pensaba que podía alcanzar al menos a dos más. Elberth González marchaba solo adelante y ya ni siquiera el “gringo” podía seguirle el paso.

A eso de las nueve de la mañana el sol era prácticamente insoportable. La temperatura sobrepasaba los 32 grados y aún faltaban por lo menos 25 kilómetros… La carrera se tornaba entonces más mental que física; había que llegar, no importaba el tiempo que durase. Por mi mente pasaron entonces aquellas rutas de 50 y 60 kilómetros que había hecho durante mi entrenamiento de seis meses.

El Dr. Murillo Cuza, responsable máximo de la carrera, se me acercó en el kilómetro 80 para preguntarme mi nombre y mi edad. Le contesté. Luego me preguntó qué hacía allí y le respondí que iba a bordo de un avión jumbo rumbo al Oriente… Se enfadó, luego sonrió y me dio entonces suero y una galleta de soda. Yo luchaba con Edgar Lutz y un muchacho de apellido Sarquís, cruzrojista, por el sétimo y sexto puesto.

Cerca de las once de la mañana, a una temperatura de 35 grados, llegábamos a la localidad de Jiménez, en cuyo parque me hicieron un masaje de aproximadamente diez minutos, lo que les permitió a mis rivales adelantarme otra vez.

Faltaban diez u once kilómetros y lo más duro estaba por venir. El sol era abrasador y el cuerpo exigía hidratación: agua, agua bien fría. El final de esta “odisea” se los contaré en la tercera y última entrega. Lo que sí puedo adelantarles, es que se trató de una experiencia inolvidable, pero para mí, irrepetible.

Continuará….

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